Fortaleza y esperanza:
Nació en Nowokorninie, Polonia y en ese mismo lugar se casó con Alexis Korolko.
“Nowokornine era una localidad que quedaba a 200 km de Varsovia, cercana al Mar Báltico. Mis padres, como casi todos los pobladores eran campesinos. Cada familia tenia una pequeña parcela de tierra para cultivar papas, remolacha y verduras, un caballo para trabajar, una vaca para ordeñar, tres o cuatro ovejas para obtener la lana, algunas gallinas y un cerdo por año. Era imprescindible producir todo lo que necesitaba la familia. No se compraba nada. Cuando se mataba el cerdo se salaba la carne porque debía durar todo el año. Cada día se cortaba un trocito que servía solo para saborizar la comida; nunca se comía carne.”
Este relato de Vladimiro Korolko, hijo de Elzbieta, es muy ilustrativo sobre el modo de vida de los campesinos polacos y la situación de pobreza que atravesaban. Además, la población sabía que era inminente un ataque de Hitler para apoderarse del país. Todo lo cual trajo como consecuencia la emigración.
En 1933 un contingente importe parte en el barco Kosciusco, de bandera polaca, rumbo a la Argentina. Entre ellos venían Alexis Korolko (38 años), su esposa Elzbieta (37 años) y sus hijos: María (13), Katarzyna (11), Vladimir (8), Nadziwya (6), Jan (2) y Sergius de nueve meses.
La travesía en tercera clase, en los barcos de inmigrantes, equivalía a un tur por los suburbios del infierno, con todas las incomodidades, desventuras y pestes que ofrecía el siglo. Elzbieta y su familia lo vivieron en carne propia. Los pequeños Jan y Sergius enfermaron de sarampión. En el barco no había ningún tipo de servicio médico, separaron los niños de sus padres y se los devolvieron muertos, los arrojaron al mar.
Desembarcaron en Buenos Aires donde quedaron unos días para los controles sanitarios. Allí los contactó un señor argentino que les vendió un campo en Los Lapachos. Emprendieron el viaje al norte santafesino, cuando llegaron a destino se encontraron con que el mencionado campo no existía. Los habían estafado y los pocos ahorros traídos se esfumaron.
Siguieron años duros durante los cuales Elzbieta debió aguzar el ingenio para dar de comer a su familia.
“Ella buscaba hierbas silvestres como la lengua de vaca, para la sopa, algún buen carnicero les daba bofe y grasa de vaca, que con sal hacia las veces de manteca”.
Otra gran dificultad era el idioma, una verdadera barrera a la hora de tener que comunicarse con los argentinos. En esos momentos difíciles la fortaleza de Elzbieta fue fundamental para mantener espiritualmente a sus hijos.
Luego las cosas mejoraron y los Korolko se convirtieron en Hortelanos, salían con sus canastas llenas de verdura a vender por la ciudad.
Elzbieta pudo ver cómo cada uno de sus hijos formó su propia familia, a todos les había inculcado los valores del trabajo, la tenacidad, el sacrificio y la fortaleza ante las adversidades. A los 77 años pensó que ya había cumplido su misión, cerro los ojos y descansó en paz.