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LEYENDAS DE MI TIERRA: «EL SOL ROJO»

Entre los indios mocoretaes había uno, joven, aguerrido y valiente llamado Igtá (hábil nadador) que amaba a la más buena y hermosa de las mujeres de su tribu, Picazú (paloma torcaz), y quería casarse con ella.

Los padres de Picazú consintieron en que se realizase tal boda, pero siendo necesario para ello la aprobación de la Luna, llamaron al Tuyá (adivino) de la tribu para que la consultara.

Era una noche plácida y serena, la luz blanca, clara, brillante y hermosa de la Luna iluminaba los campos y las tolderías  de los indios. Y el Tuyá interpretó:

  • Esa luz que nos envía la Luna significa que ella aprueba satisfecha la boda de Igtá y Picazú.

Entonces, el Jefe de la tribu ordenó a Igtá que demostrase a todos que en verdad era digno y merecedor de tomar compañera. Para ello debía arrojarse a las aguas de la laguna y nadar durante largo rato. Después, ir en busca de un gran número de presas de caza.

Igtá, que era excelente nadador y había cazado mucho desde su niñez, realizó las pruebas con el mayor éxito, pues nadó cuanto se le pidió y trajo entre sus brazos abundante caza.

Las ceremonias de la boda se realizaron una noche, después de tres lunas. Se encendió una gran hoguera, a cuyo alrededor todos los indios comían, bebían, bailaban y gritaban festejando tan grande acontecimiento.

Pero algo faltaba para que Igtá y Picazú fueran felices: tener la seguridad que Tupá, su dios bueno, había aprobado también la boda. Y esperaron.

¡Cuál no sería su pena y desconsuelo cuando, llegada la noche siguiente, comenzó a caer una copiosa lluvia! Eran las lágrimas del Tupá las que caían sobre la tribu para significar el descontento y desaprobación del dios por haberse realizado la unión de los jóvenes indios.

Igtá y Picazú no podían, pues, continuar unidos perteneciendo a la tribu. Debían huir y arrojarse a las aguas de la laguna. Allí había una isla donde vivían todos los que se habían casado contrariando la voluntad de Tupá. Los dos debían ir a esa isla para no volver jamás.

Al día siguiente cesó la lluvia. Y por la tarde, a la hora en que el sol iba a ocultarse en el ocaso, Igtá y Picazú se arrojaron al agua y comenzaron a nadar.

Los indios de su tribu, reunidos a orillas de la laguna, los vieron alejarse lentamente, los injuriaban y maldecían para aplacar el enojo de Tupá y evitar sus castigos, pues ésta era su creencia.

Igtá, hábil nadador, consiguió nadar buen trecho, ayudando también a su infortunada compañera. Poco faltaba a Igtá y Picazú para llegar a la isla sanos y salvos, cuando una nueva desgracia cayó sobre ellos. Ñuatí (espina) un guerrero malvado de la tribu, les arrojó una flecha. Todos los indios lo imitaron, y entonces fue una lluvia de flechas la que llegó hasta Picazú e Igtá, quienes heridos quizás por ellas, desaparecieron de la superficie de las aguas.

En ese preciso instante el sol, que se hundía en el horizonte, tomó un intenso color rojo y su luz tiñó la laguna e iluminó de rojo los campos y el cielo. Esto llenó de asombro a los indios, los que, atemorizados, huyeron velozmente, alejándose de la laguna.

Mientras tanto Igtá y Picazú, ayudados sin duda por Tupá porque eran buenos, lograron salvarse y llegar a la isla, donde podrían, al fin, vivir felices, pues se amaban mucho.

Por el prof. Victor Braidot. Extracto del libro “Leyendas de mi Tierra».

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