En un bosque había un árbol muy grande con muchas ramas que daban refugio a las aves que allí se posaban en gran cantidad.
Un puma, que por su fiereza se consideraba el amo del lugar, acostumbraba a descansar en la horqueta de ese árbol sin dañar a los pájaros que estaban allí. El árbol le agradecía al puma por haberlo librado de los roedores que destrozaban sus raíces y por permitir que sus ramas estuvieran alegres por el canto de los pájaros y adornadas con los colores de sus plumas.
Un día comenzó una gran seguía en ese lugar produciendo grietas en la tierra, las plantas más chicas se fueron secando y las grandes pudieron resistir y los animales emigraron, entre ellos el puma que con un rugido triste se despidió de su amigo el árbol.
Sólo algunos pocos pájaros quedaron allí mitigando el dolor que le produjo la partida del puma.
Después de un tiempo, apareció un jaguar y descubrió los pájaros que estaban en el árbol. Trepó al mismo y con zarpazos fue matándolos para comerlos y destruyendo ramas y hojas. El árbol no pudo defenderse y quedaron sus ramas rotas y deshojadas y los nidos vacíos.
El puma volvió y vio el desastre que había hecho el jaguar y comenzaron a pelearse. El jaguar era mucho más grande pero el puma, con gran esfuerzo, alcanzó a herirlo en el lomo, pero no pudo evitar que su enemigo le diera un zarpazo que le perforó la garganta.
El jaguar, herido, huyó y el puma se acostó al pie del árbol y allí murió.
Años después, el árbol vio cómo hombres vestidos de una manera extraña se acercaron a él y comenzaron a hacharlo, pero su madera dura rompía las hachas y ellos lo llamaron “quiebra hachas”.
El árbol se dio cuenta que la sangre de su amigo el puma, absorbida por sus raíces, le había dado a su madera el color rojo y la dureza. Entonces, agradeció el beneficio de aquella amistad que duró aún después de la muerte.
Había una vez un cacique de la tribu indígena de nombre Anka. Vivía con su hijo Puca-Sonko, de quien estaba orgulloso por ser un joven muy valiente que amaba la naturaleza. La tribu se encargaba de la caza, la pesca y la agricultura, en contacto permanente con la naturaleza les proporcionaba fortaleza, destreza y habilidad.
Un día, se acercaban ejércitos de viracochas para conquistar aquellas tierras. Anka pensaba que su hijo aun era muy joven para luchar, sin embargo, lo invitó para que ayudara en la resistencia y en la lucha, porque era muy valiente. Tomaron todos sus armas y escudos y salieron a pelear contra los viracochas. Como conocían bien la selva los pudieron vencer.
De esta manera, se recobró la tranquilidad en la tribu durante un buen tiempo pero, poco después, Anka envejeció, enfermó y murió. Punka-Sonko debió hacerse cargo de la tribu con todo lo que eso conlleva para un joven, de hecho no faltaría mucho para que se enfrentara a verdaderos desafíos.
Pasó un año aproximadamente hasta que llegaron los rumores de que los españoles iban a invadir todas sus tierras. La tribu salió hacia el bosque para enfrentar a los enemigos que querían usurpar sus tierras. Sin embargo, observaron que los españoles traían armaduras que brillaban con el sol y poseían armas que nunca habían visto. No obstante esto, salieron con fe y valentía al campo de batalla.
Pero algo curioso sucedió. Cuando pensaban que habían ganado y comenzaban a festejar con alegría, observaron a la vista un ejercito de españoles. Les habían tendido una trampa. Lo único que atinaron a hacer fue huir despavoridos y desorientados. Pasaron algunas horas cuando se retiraron los españoles y algunos indígenas comenzaron a buscar al joven Puca-Sonko, pero tristemente lo encontraron muerto, cerca de un árbol inmenso.
Junto a su cuerpo, estaba su sangre derramada pero, curiosamente, la base del árbol le estaba absorbiendo la sangre de Puca-Sonko y se había tornado de un color rojo. Precisamente de ahí nace la leyenda de “El Quebrado Colorado”.