La crisis política y social que atraviesa el conjunto de la sociedad, no sólo en nuestro país, sino a nivel global, es prácticamente una cuestión evidente y que no requiere de una demostración exhaustiva. No obstante, entre las perplejidades que despierta esta situación, hay una que, en tanto cuestión de fondo, sí es necesario poner especialmente de manifiesto. A saber, el fenómeno de la despolitización. El cual, para ser comprendido, puede ser analizado desde distintos ángulos: en primer lugar, como disminución progresiva del espacio público, que afecta el debate y la discusión política, mientras los ciudadanos se aíslan cada vez más en preocupaciones privadas; en segundo lugar, como desinterés por la participación política, producto de la desconfianza en las instituciones y la percepción de que las decisiones políticas están dominadas por intereses económicos y grupos de poder; en tercer lugar, como fragmentación de la esfera social, lo que conduce a una menor solidaridad y comprensión de los problemas colectivos y las responsabilidades compartidas; y, finalmente, como desencanto general con la política, donde los ciudadanos pierden la fe en el proceso democrático debido a la incapacidad de las instituciones políticas para abordar eficazmente los problemas sociales y económicos.
La democracia en su sentido original se asentó en la participación activa de los ciudadanos en las cuestiones públicas y la responsabilidad compartida por el bien común, que se traduce en la práctica como compromiso efectivo en la superación del bienestar particular individual. En este sentido, resulta ilustrativo el recurso etimológico al sentido original de la palabra idiota. En la Grecia clásica, dicho término designaba al individuo particular desentendido de los asuntos comunes. Es decir, el idiota era propiamente aquel cuyo quehacer tenía como principal finalidad el bien particular, privado, quien atendía y cuidaba únicamente de sus propios asuntos. Es en este sentido que el proceso de despolitización constituye un proceso de idiotización. De esto se sigue la privatización de la praxis y, por tanto, la contradicción práctica de la democracia.
Esta despolitización, esta privatización o particularización del bien, pervierte el sentido político de toda acción. Dicho de otro modo, las actividades humanas en el ámbito social adquieren un sentido y un fin eminentemente privados. El trabajo, la cultura, la familia, la educación y las instituciones en general que conforman el entramado social, adquieren sentido principalmente a partir de una concepción particularizada o partidista de su finalidad. De esta forma, los ciudadanos tienden a perder el interés por la cosa pública y el espacio de lo común es progresivamente deshabitado y se contrae. En efecto, los ámbitos típicamente democráticos de debate, intercambio y participación política se han debilitado y la política en general, ha llegado a alejarse tanto de su sentido original que en el imaginario social la participación democrática es entendida y ejercida como el mero derecho a voto. Cuando los ciudadanos se centran en sus propias preocupaciones y no en los asuntos colectivos, pasan a ignorar las necesidades y desafíos de la sociedad en su conjunto, lo que termina exacerbando las desigualdades y las tensiones sociales.
La idiotización también se manifiesta en una despolitización de la educación y la cultura. En lugar de fomentar el pensamiento crítico, la conciencia política y la responsabilidad social, la educación y la cultura se orientan hacia objetivos más individualistas, como el éxito económico y la autorrealización personal, y por ende, a un creciente desinterés por los asuntos públicos.
El resultado final de la idiotización es un tipo de sociedad alienada donde cada individuo termina vuelto sobre sí mismo y olvidado de los asuntos de la comunidad. Es decir, se desemboca en un tipo de sociedad alienante,caracterizada por una marcada incapacidad de autogobierno, ya que la gran mayoría de los ciudadanos no participan activamente en la toma de decisiones colectivas. En lugar de ser miembros activos y responsables de su comunidad, los individuos se convierten en meros espectadores y receptores pasivos de las normas y reglas impuestas por las instituciones. Esta situación conduce a un tipo de sociedad con dos formas anómalas de la vida cívica, por un lado el conformismo generalizado del que alguna vez hablara el filósofo militante Cornelius Castoriadis, y, por el otro, el fenómeno de la servidumbre voluntaria al que se refiere Étienne de la Boétie en su famoso Discurso.
Una sociedad idiotizada, en resumen, es aquella sociedad que no genera ciudadanos con capacidad crítica y sentido de lo común. El resultado consiste en una forma de enajenación autoinfligida en la que las personas se someten voluntariamente a fuerzas y autoridades que les son externas. En efecto, una sociedad que no se autogobierna, y que por lo tanto no se autolimita, queda a merced del poder y del consumo ilimitados, lo cual acarrea graves consecuencias para la calidad de vida y el bienestar de sus habitantes, así como para la salud y la estabilidad del medio ambiente.
En definitiva, la política moderna se concibe a sí misma como actividad burocratizada y estatal, esto es como función del aparato estatal, puesto que no puede autopercibirse como actividad colectiva autónoma y autogestionada. Es decir, como soberanía auténticamente popular. Esta forma auténtica de política como efectiva praxis popular y colectiva brilla por su ausencia y sólo se da un tipo de acción ciudadana en las formas anómalas de protesta, indignación y demás reacciones violentas contra los abusos del poder. De esta manera se normalizan las revueltas callejeras como única modalidad auténtica de expresión popular y ciudadana, ante la falta de una legítima canalización de la participación auténticamente democrática.
El proceso de idiotización desemboca, finalmente, en una colectividad que se masifica o se fragmenta. El cúmulo de individuos o bien actúa como masa amorfa, o bien se atomiza y cada uno se las arregla por su lado. Se desemboca en una forma de Democracia sin demos, donde sólo prima el kratos, es decir el poder por el poder mismo. Esto es evidente respecto de los partidos políticos actuales, los cuales funcionan como meras plataformas de poder. El poder abstraído del pueblo sólo está al servicio de sí mismo. Es mera voluntad de poder. Como una serpiente que mordiéndose su propia cola sólo se alimenta de sí misma y para sí misma. El pueblo deviene un mero nombre vacío de significado en boca de políticos desaforados por conseguir el poder y perpetuarse en él a cualquier precio.
Por:
Federico Viola: Doctor en Filosofía, miembro del Instituto de Filosofía de la Universidad Católica de Santa Fe – CONICET
David Pignalitti: Licenciado en Filosofía. Miembro del Instituto de Filosofía de la UCSF. Instituto de Filosofía de la UCSF.