Ana era una niña que todos los días, a la mañana temprano, se levantaba con el canto de los gallos para llevar a pastar a sus ovejas cerca del río.
Una mañana los gallos se durmieron y cantaron muy tarde. La niña igual llevó sus ovejas, pero a la vuelta la sorprendió la noche y ellas se perdieron. Las llamo por sus nombres y de las ocho aparecieron seis. Faltaban dos, Nahel y Ruth. Las llamó nuevamente pero no volvieron. Ana se puso a llorar y apareció un niño. Se decían de él cosas maravillosas: que había nacido en un establo, que tres reyes llegaron para verlo y adorarlo, que una estrella los había guiado y había quedado detenida e inmóvil sobre la humilde cuna de hierbas y de pajas.
El niño le preguntó por qué lloraba y ella le contó que se habían perdido dos de sus ovejas. Él le dijo que las iba a encontrar y que las llamara nuevamente. Así lo hizo y las dos ovejas aparecieron.
Después expresó que los gallos la habían engañado porque cantaron después de que empezó el día y que ella debía salir antes de que nazca el día para poder estar de vuelta con las últimas luces de la tarde. Agregó que ahora iba a tener miedo y que se iba a acostar pensando que los gallos podían nuevamente cantar más tarde.
El Niño le dijo que ahora los gallos ya no se iban a dormir.
La tomó del brazo y la llevó al río diciéndole que una vez había caído allí una estrella y que la iba a buscar. Bajó y las aguas se abrieron para darle paso. Al regresar, traía en sus manos una flor de luz que brillaba como el farolito de una enorme luciérnaga. La arrojó hacia el cielo, extendió sus brazos y subió la estrella. En ese momento, cantaron los gallos, saludándola.
El Niño le dijo a Ana que ahora todas las mañanas los gallos le cantaran a la estrella y no se quedaran dormidos.
Y así nació el lucero del alba.
Por el prof. Victor Braidot. Extracto del libro “Leyendas de mi Tierra».