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ALMACEN DE RAMOS GENERALES – PARTE 2

PRIMERA PARTE:

LA HISTORIA DEL ALMACEN DE RAMOS GENERALES DE JOSÉ Y ALBINO FABRISSIN – PARTE 1


SEGUNDA PARTE:

“Si las innovaciones son más sencillas de detectar en los espacios urbanos, ¿qué ocurría en el ámbito rural? En este espacio también hubo transformaciones significativas. En primer lugar, desde las últimas décadas del Siglo XIX se produjo el paso de las pulperías (descriptas por José Hernández en el Martín Fierro), así como el vendedor ambulante que recorría la campiña, (figuras ambas ilustradas magníficamente por Molina Campos décadas después en los recordados almanaques Alpargatas), a los llamados almacenes de ramos generales”.

“Lógicamente, y en consonancia con el boom exportador de fines del Siglo XIX, los sistemas de distribución fueron complejizándose y modelaron un nuevo agente económico: los almacenes de ramos generales. El rasgo más distintivo de estos comercios, según revela la documentación de un conjunto de casas de ramos generales…, fue la acentuación de su perfil multifuncional y el incremento de la escala de sus operaciones”.

“Una definición de este tipo de empresas debería incluir cuatro niveles. Primero, una amplia variedad de artículos para la venta (por su habilidad para satisfacer las demandas de la población rural como consumidores y productores). Los rubros más clásicos eran los de almacén, tienda, ferretería, corralón. Segundo, su área de operación era rural o bien se localizaba en poblaciones de reducido número de habitantes, y rodeadas de comunidades rurales. Tercero, funcionaron además como “centros de servicios” (realizando trámites informativos, legales, gestiones informales, vinculados a temas de    salud, educación, viajes, entre otros) y Cuarto, se especializaron en la provisión de crédito, entendido en un sentido amplio, como la compra de bienes, dinero o servicios en el presente, basado en el compromiso de devolverlo en el futuro”.

Tal importancia cobró en la vida cotidiana de nuestro país los almacenes, que fueron materia poética para varios de nuestros escritores. Recuerdo solamente por nuestra cercanía, dos estrofas intermedias del poema:

Elogio del almacenero de Pablo Vrillaud:

Ante todo, te envidio.

Envidio tu talento.

Tú no leíste a Shakespeare

Ni la Ilíada de Homero.

No sabes un artículo

de los Códigos…pero

envidio tu talento.

Detrás del mostrador eres un sabio

Sabes del sube y baja de los precios.

El arroz es un poema

que se te escapa por los gordos dedos

y sientes una emoción desconocida

ante un blanco desfile de fideos.

Con esta sumaria caracterización, paso al relato brevísimo de lo que podría ser una frondosa zaga del “Almacén de Ramos Generales de José y Albino Fabrissin”.

Para ello debo ubicar a esos hermanos en el marco familiar: los abuelos Santiago Fabrissin y María Mazzuchín habían sido adjudicatarios de un pequeño campo de 18 hectáreas, (pequeño  por propia elección, considerando la actividad que su familia desarrollaba en Italia en una muy pequeña parcela, hallando excesivas el lote de 72 hectáreas que le había sido ofrecida), ubicado aquí mismo, en las afueras de la ciudad, cuyo ingreso estaba al Este, en la prolongación de la hoy calle Olessio, desde donde, por un extenso camino de chacra, se llegaba a la casa, la que quedó -después de décadas-, frente mismo de la Ruta al Puerto que construyó Vialidad Nacional, al lado de la actual Planta de Gas, casona que fuera demolida hace poco tiempo.

Prepararon la tierra y lo primero que hicieron fue una quinta de frutales con muy distintas especies: naranjas, mandarinas, pomelos, peras, manzanas -la deliciosa y la verde, pequeñita tan sabrosa-, granadas, membrillos, ananás, damascos y otras, una huerta también muy variada, con distintas especies de verduras y hortalizas: radicha, radicheta, chicoria, lechuga, tomate, nabo, rabanito, repollo, zanahoria, poroto, acelga, espinaca, remolacha, calabaza, zapallo, batata y algunas desconocidas aquí y sofisticadas, como hinojo y alcaucil, dedicando un espacio también para el cultivo de flores: rosas, azucenas, claveles, clavelinas, arvejillas, pensamientos, gladiolos, calas, jazmines, etc. que cubrían todas las estaciones. Asimismo, instalaron un pequeño tambo con dos vacas proveídas por el Gobierno, hasta llegar a tener dos holando que producían hasta 20 litros diarios cada una y 20 vacas criollas de un promedio de 6 a 7 litros diarios. La leche era repartida en tachos de 20 litros, trasvasándola con una jarra de hojalata a la olla o cacerola con que la vecina la recibía. Lo hacía la abuela en jardinera, casa por casa primero entre el vecindario, todos los días, necesariamente, luego ya a familias del pequeño centro urbano, siendo luego reemplazada en esa tarea, por su hijo menor, Adolfo. Toda esa producción, exigía la comercialización diaria, tarea en la que los abuelos y los hijos se fueron adiestrando.

Pero el abuelo tuvo una actividad preferida. Había traído de su Italia unos sarmientos de las vides de la familia, los implantó y cuidó, conformando en poco tiempo su propio viñedo, bajo, al estilo europeo, que ocupó alrededor de 4 has. del campito, emprendimiento del que siempre estuvo orgulloso, y al poco tiempo comenzó su actividad como viñatero, en la que lo asesoró, años después, para mejorar la calidad de las uvas, Pedro Schiffo, el más sabio de los horticultores de Reconquista, que durante años atendió el Vivero Municipal, experto en injertos, haciendo cruces con sarmientos de Mendoza y San Juan aportados por otros aficionados, cultivando uvas negras, blancas, rosadas, obteniendo vino tinto seco, y moscatos y moscateles. Colaboraba con el abuelo en esa tarea, su amigo José Coco, poseedor de una renombrada quinta de naranjas en La Lola, haciendo ambos de catadores, y unos de los más entusiastas consumidores, dando al abuelo muchas satisfacciones, y también frecuentes e inocentes noches de “vino y rosas”, que no gustaban para nada a la abuela. El vino, estacionado en una bordelesa de 500 litros, era fraccionado luego en damajuanas de 10 litros, que vendían en pequeña escala, dedicando la mayoría a obsequiar a colaboradores y amigos y al consumo casero las más. La elaboración por supuesto era artesanal, hablando claro, era vino patero, y los pisadores los hijos Emilio y Adolfo, que, cuando aún chicos, previa higienización de los pies y piernas que controlaba la abuela, eran atados desde el borde, como precaución, para el caso que sufrieran un vahído. Terminado el proceso de fermentación, con la primera colada se obtenía el vino, y luego, con la pisada del mosto, vinagre.

Pienso, repito, que, en esa práctica de ventas diarias de la muy variada producción familiar, debe buscarse y explicarse la “vocación” mercantil de los hermanos Fabrissin. No descarto tampoco una decisión de la abuela, conforme el relato que hace Lidia Fabrissin. Dice: “Otro hecho tal vez simbólico, pero trascendente para mí en la fijación del destino de comerciantes de todos los hermanos Fabrissin, fue una historia que me relató mi padre: me contó que un día la abuela María, luego de concluido el reparto de leche que hacía todas las mañanas en su jardinera, pasó por el almacén, cuando este ya se había consolidado y cobrado cierto renombre, y depositando un pañuelo anudado sobre el mostrador, le dijo a sus titulares, José y Albino, al tiempo que desataba el pañuelo:… “esta plata que fui ahorrando con la venta de la leche, es para que ustedes incorporen al negocio a sus hermanos menores hasta tanto ellos se vayan independizando, así que desde mañana los quiero ver trabajando con ustedes”. Y así fue que José y Albino, desde el día siguiente, tuvieron cinco hermanos trabajando con ellos, ya que Luís se había independizado, y Emilio quedó con los abuelos a trabajar la tierra ayudada por las hermanas con edad para hacerlo (eran nueve hermanos varones y cuatro mujeres). Ese ingreso “forzado” por el amor materno, provocó un pequeño temblor financiero en el negocio que debió soportar esos nuevos salarios, pero luego, todo se niveló. Con el pasar del tiempo, esos hermanos incorporados por mandato de la abuela, se instalaron por su cuenta, y todos prosperaron, incluso algunos, con posterioridad, sucedieron en el mismo almacén a sus fundadores”.

Pero, pasaba el tiempo, y conforme venían los hijos, que generosamente llegaron a los trece, el campito fue “expulsando” -como es correcto políticamente decirlo hoy-, a algunos, y los mayores fueron ubicándose en el pueblo, el tío Luís el primero, en el almacén Sellarés, luego papá y tío Albino.

Los inicios en las artes comerciales de papá y tío Albino, no está documentada, pero por relatos orales, sabemos que hicieron el bautismo con un almacén en el edificio conocido por “Colonesse”, ubicado en Patricio Diez esq. Ituzaingó, en cuyo patio funcionaban, los fines de semana, una pista de baile, juego de tabas y riñas de gallo, y en el interior, partidas de naipes. Tío Albino no sabía que el destino le tenía preparado una jugada artera: cincuenta años después, sería Jefe de Policía Departamental, “Jefe Político” como se lo denominaba al cargo entonces, y como tal, debió controlar y “perseguir” a galleros y jugadores. Me temo que no habrá puesto mucho empeño en esa tarea, haciendo la vista gorda, solidario con los “descendientes” de sus viejos clientes. Luego ambos se emplearon en el importante almacén de Antonio Moreno, sito en la esquina de San Martín e Iriondo (ángulo S-E), para posteriormente, en 1917, instalarse ya con negocio propio en 9 de Julio Nº 1380 (esq. Freyre) y Teléfono -luego de varios años- Nº 1280. El edificio, que aún perdura con algunas modificaciones, era frente rectangular sin revocar, con dos altas puertas de dos hojas y dos grandes ventanales enrejados; en el interior, al Sur un mostrador y estantería con artículos de ferretería, herramientas, bulonería, armas, municiones, y pinturas; con espalda al este, dos mostradores grandes, y estanterías que exhibían mercaderías de todo tipo: de mercería, zapatillas, alpargatas, paquetes de yerba, (que también venía en bolsas de género y se vendía suelta al por menor), latas de conservas varias, muchas importadas de España, fiambres, traídos de Mendoza, y algunos botellones de aceitunas, vajillas, ollas, cacerolas, sartenes, caramelos, masitas, pelotas de fútbol, de goma y de cuero, y al Norte, un mostrador estañado que servía de despacho de bebidas y la estantería que exhibía botellas de todo tipo, alcohólicas: licores, vinos, cervezas, caña quemada y caña paraguaya, grapa, fernet, Esperidina;  gaseosas -la más popular la chinchibira, y la soda que fabricaban los hermanos Fanelli, y también la horchata, el guindado, la granadina muy gratas a las damas.

Las paredes, estaban entonces, totalmente cubiertas hasta el techo por altas estanterías, a cuya parte superior se accedía con una liviana  escalera.

La mercadería al menudeo estaba acondicionada en grandes cajones de madera, y otras directamente en bolsas de tela apretada de 40 a 70 kg., que contenían el azúcar -la refinada, en terrones, considerada de mayor calidad, y la molida de precio menor-, los fideos, harina, yerba, cereales etc. Con una de pala metálica de mano, pequeña y cuenca, se retiraba la cantidad pedida por el cliente, y se la acondicionaba en papel de estraza, luego de asegurar su contenido con una voltereta que se hacía sujetando por los extremos al papel, formando así un prieto paquete con dos coquetas orejitas en los extremos, que soportaba el traslado que hacía el cliente hasta su casa: así era con la harina, el azúcar, los fideos, arroz y alimentos secos en general, mientras que el vino, traído en bordelesas de Mendoza -y en menor proporción de San Juan para quienes gustaban de los moscateles dulzones-, trasvasados a un jarrón de hojalata, operación que hacía expandir un aroma que llegaba a los mostradores, y luego, con un embudo, a botellas de litro o damajuanas que los clientes traían o en oportunidades, provista por el mismo comercio. Claro está que también se vendían vinos más finos en botellas de uno o dos litros, y de tres cuartos. Los fiambres eran traídos de Mendoza y de Colonia Caroya (Córdoba) y también de nuestra zona rural. La mercadería al menudeo, era pesada en balanza de platillos, marca Bianchi, una hasta 10 kg. ubicada sobre el mostrador, y otra hasta 25 kg. de plancha rectangular, ubicadas en el depósito, en un ámbito interior. En una pieza interior, a la derecha, funcionaba el escritorio donde se llevaban las cuentas corrientes y se preparaban las facturas, (tarea a cargo de Roberto Romero, padre de “El Chino) y una enorme caja fuerte guardaba libros, documentos, dinero. Sobre un mostrador, avanzado el tiempo, lucía una registradora manual.

La atención era entonces muy personalizada, y necesariamente morosa, lo que servía de pretexto a la clientela para conversar e intercambiar noticias sobre el estado de los sembrados, el tiempo, e historias familiares.

Al costado sur, un gran patio, “el corralón”, y detrás, al fondo, un galpón, donde se almacenaban granos, algodón y frutos del país: cueros, leña y carbón. Los granos, en bolsas de arpillera que contenían de 50 a 70 kg. El algodón en grandes atados que trataban de presionar el contenido de los capullos, cosechados a mano. La leña, trozada y suelta. Una gran balanza pesaba esa mercadería cargada sobre un chapón, y para las de mucho bulto, como el algodón, se le adicionaba un ancho “catre” de madera que lograba contenerla, para agilizar el pesaje.

El sector de bebidas era utilizado por los colonos, y algunos clientes urbanos, para tomar al paso y de pie generalmente, un aperitivo, un vino, una caña o grapa, aprovechando el tiempo que demandaba a los despachantes preparar el pedido del listado escrito que habían dejado, mientras las mujeres elegían alguna tela, hilos, botones y otros elementos del modesto sector de mercería, al tiempo que sus maridos les acercaban copas con horchata o granadina con soda o una gaseosa.

En ocasiones bastantes frecuentes, por la noche, luego del horario de atención al público, se reunían conocidos folkloristas: Evaristo Fernández Rudas, Samuel Cernadas, Roberto Romero y otros, a los que se sumaban amigos, admiradores del arte, como José Curletti, maestro normal y jockey-talvez el más sagaz-, en cuadreras de caballos (que luego fuera Secretario de Gobierno en la Intendencia de tío Albino), Ismael Lascano, y otros, que gustaban de  picadas de sardinas y saracas españolas, y fiambres, regados con vinos, caña y grapas. Contaba Fernández Rudas (“El Pibe”) que en una ocasión, por haberse el grupo “bandeado” en el horario establecido por edicto policial, fueron arrestados todos los que se habían resistido a abandonar el local, y que fue en el calabozo donde compuso la música de “El Matrero”, al que puso letra  Samuel Cernadas, en “venganza” al accionar policial, bastante rudo.

En un salón ubicado al Norte, e independiente del almacén, pero contiguo, y formando parte del mismo edificio, los hermanos Luís y Manuel poseían una tienda.

Sobre Freyre, y también contiguo al almacén, con el tiempo, tío Albino y tía Eugenia construyeron su casa.

Todas las mercaderías, salvo las que provenían de chacras, montes e islas de la región, eran traídas por ferrocarril que entonces, ofrecía seguridad y regularidad, y desde la Estación, en carros, para ser descargadas en hombros de los changarines y depositadas en el galpón-depósito. De allí que coexistían don sindicatos a los que se asociaban los dependientes: el de empleados de comercio, y el de estibadores.

Carlos Alberto Fabrissin

Reconquista,  Junio de 2009

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